Dije una vez que iría a aquel lugar y lo vería como lo vi. Una y otra vez lo dije y lo deseé. Verlo totalmente desolado y abandonado. Perdido, triste y vacío como lo vi.
Incontables veces soñé con derrumbar aquella pecera de cristal. Romper cada una de sus barreras y verlas trizas en el suelo. Incontables veces pensé en cómo sería ver aquella jaula transparente en fuego. Cómo se verían las llamas a través de los continuos aros de mentiras que lo rodeaban. Y fantaseaba con que el tiempo pasara y volver a aquel lugar y encontrar cualquier otra cosa menos lo que era.
Y yo no suelo ser una persona que desea el mal ajeno y creo más en que la vida se encarga, en que las cosas caen por su propio peso. Pero con aquella esquina de paredes invisibles sí que deseé que le fuera muy mal.
Y un martes, hace poco, cogí mi moto para irme a un valle a pasear. Y de camino pasé por aquel lugar. Tomé un desvío para poder cuadrarme afuera y verlo de cerca, con mis propios ojos, eso que tanto deseé. Sabía que ya había caído en desgracia hacía unos meses, y la noticia me hizo feliz. Pero al estar por ahí sentí la necesidad de verlo de cerca, con mis propios ojos.
Y así fue que llegué a aquel lugar, caminé por cada uno de los pasillos que tanto transitaba día a día durante nueve meses. Vi cada esquina, cada detalle, cada lugar con otros ojos. Unos ojos ya ajenos a las desgracias que se vivían allí dentro. Lejos de la prisión del consumismo, de vender, del acto duro y puntual de vender. Recorrí el mismo camino que solía tomar. Cada detalle lo hice igual a la última vez que estuve allí. Y por fin llegué a ver de lejos aquella jaula esquinada de cristales. Totalmente abandonada y vacía. Como siempre lo soñé. Mis ojos veían en la realidad una proyección que tenía en mi mente por mucho tiempo. Y recordé lo que es sentir satisfacción, felicidad e ira a la vez. Me acerqué a los cristales a ver por dentro mi antigua celda. Y miré con alivio cada esquina, cada pequeña baldosa de esos 20 metros cuadrados. Y me fue incontrolable mojar de lágrimas mis mejillas. Los ojos se me pusieron borrosos y el orgullo me hizo rápidamente secarme. Que nadie me vea llorar por aquel recuerdo. Por aquella pecera. Y luego subí a pie tres pisos, como lo hacía incontables veces cada día para ir al almacén de sueños. Su real función era guardar ropa y calzado, pero yo, junto a lo que estaba hecho para guardar, dejaba cada mañana mi alma en una de sus baldas. Traté de abrir la obvia puerta cerrada, a la fuerza. No lo logré. Bajé lentamente y vi de nuevo la pecera. Tuve que acercarme una vez más a los cristales a verla por dentro. Era como un placer culposo. Como cuando hay un accidente al otro lado de la vía y paras a ver qué es lo que ha pasado exactamente. Pero esta vez salió de mi boca un pronunciado escupitajo hacía una de sus vidrios. Un fuerte y grande escupitajo a menera de cierre con aquel lugar que tanto tiempo gasté soñando en su situación actual.
Me di la vuelta y al lado de lo que fue la puerta de esta prisión a la que acudí mucho tiempo por voluntad propia dejé, en el suelo, la mochila de rabia e indignación que tanto tiempo cargué conmigo. La dejé al lado del cristal, justo abajo del escupitajo. Caminé sin mirar atrás y sonreí largamente mientras me iba.
Cogí mi moto, ligero como antes.
En mi cabeza sonaba la canción Team de Bon Iver, la parte de los tambores, que a manera de marcha me fue guiando fuera de ese lugar. Y los tambores se camuflaron con el palpitar de mi corazón. De mi alegre corazón que me decía ya vámonos de aquí que somos libres por fin.
